De soles y vientos extraños by Nadia Céspedes

De soles y vientos extraños by Nadia Céspedes

autor:Nadia Céspedes
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Fantástico, Relato
publicado: 2006-01-18T23:00:00+00:00


El entierro

La angosta picada, larga y sinuosa, era el único camino para llegar a la cañada, marcada con paciencia por el paso de los animales y los años, huella firme y profunda en la entraña virgen de ese gigante vegetal que se perdía más allá de visión alguna. En el medio de la nada, un punto siempre coincidente en mi recuerdo, un árbol añejo, alto e imponente, de cuya magnífica entidad se desprendía con ahínco una rama muy delgada que se alargaba hacia el camino y escondía recelosa tras de sí un alambre delgado y brilloso que partiendo del suelo, se perdía insondable en las alturas, entre las verdes y rugosas hojas, en la copa misma del coloso.

Me gustaba el sonido sibilante que producía cada vez que al pasar, lo golpeaba con picardía, habitualmente me preguntaba de dónde salía y para qué lo habrían colocado allí. Yo era un niño aún, y en mi crianza limitada en educación propia de la época y las circunstancias económicas, nunca se me ocurrió averiguarlo. Lo cierto es que cada vez que llegaba al árbol, empujaba despacito con el dorso de mi mano la rama protectora, y sosteniendo firmemente el cabo de madera del rebenque, le daba un fuerte chicotazo al fino hilo de metal, haciendo tañer su melodía inducida por el grueso trozo de cuero, que seguía resonando hasta varias leguas lejos de allí.

Recuerdo que en mi casa el día comenzaba siempre al despuntar el alba; luego del ordeñe, mi madre con sus cálidas manos e infinita paciencia, amasaba el pan, mientras mi padre trasladaba los animales hacia la cañada, donde pastaban y retozaban; regresaba solo, y antes de comenzar con sus labores tomaba el desayuno, un rico mate calentito y espumoso con pancito caliente recién salido del viejo horno de barro. Ocupado en las tareas de la hacienda, yo era siempre el encargado de recoger las vacas y traerlas de regreso hacia el corral. Cuando la tarde amenazaba su llegada, montaba mi Saíno antiguo y partía hacia la aventura de tres kilómetros y un sonido, conquistados diariamente.

En ocasiones, algún ternero desertaba de las filas vaqueras, resistiendo en franca rebeldía el arreo populoso y metódico de mis perros entrenados para ello; era entonces cuando lo seguía hasta el final de la vaguada, donde la pequeña y cristalina corriente de agua cruzaba humedeciendo tímidamente el vientre agreste de la hondonada, y ponía un firme tope a la fugaz huida. Pero era suficiente para que el tiempo se escurriera decidido entre las alas de eventuales aves nocturnas, deslizándose impávido entre los rayos del sol, adormecidos en el silencio del crepúsculo.

Era cuando las primeras sombras disfrazaban juguetonas el paisaje manso y sencillo de la lomada, convirtiendo en horripilantes y amenazantes monstruos imaginarios los yuyos y arbustos que crecían abundantes en rededor. La picada parecía estrecharse más a mi paso, incapaz de contener la gruesa columna animal, amenazaba desbordarse por los lados como mi imaginación, que zozobraba prendida a mi temor, cómplice silente de la angustia que me producía el retraso.



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